ESTUDIO-VIDA DE HEBREOS
MENSAJE CUARENTA Y NUEVE
EL AUTOR Y PERFECCIONADOR DE NUESTRA FE
I. LOS SANTOS DEL ANTIGUO PACTO ÚNICAMENTE ERAN TESTIGOS DE LA FE
En este mensaje hablaremos acerca del Autor y Perfeccionador de nuestra fe (He. 12:2). Los santos del antiguo pacto eran apenas testigos de la fe; ninguno de ellos fue el autor, la fuente, el perfeccionador ni el consumador de la fe. En el versículo 1 del capítulo 12 se consideró a los testigos de la fe como una “nube de testigos” en derredor nuestro. El Señor estuvo en la nube para poder estar con Su pueblo (Éx. 13:21-22), y los hijos de Israel le seguían según se movía la nube. Dondequiera que estaba la nube, ahí también estaba el Señor. Además, la nube ayudaba al pueblo a seguir al Señor. Si usted tiene un corazón para buscar al Señor y lee Hebreos 11, de inmediato percibirá que mientras esté con el pueblo de la fe, tendrá la presencia del Señor y Su dirección. Si usted está con la nube, tendrá al Señor. Pero si se aleja de la nube, no tendrá más al Señor. La nube representa a todo el pueblo de la fe, a los que están en la iglesia. Por eso, la mejor forma de buscar la presencia del Señor es venir a la iglesia. Si alguien busca la dirección del Señor, debe seguir la nube, que es la iglesia. El hecho de que el Señor esté en la nube quiere decir que Él está con el pueblo de la fe. Ya que nosotros somos el pueblo de la fe, somos la nube de hoy, y la gente puede seguir al Señor siguiéndonos a nosotros. Aquellos que le buscan pueden hallar su presencia con nosotros. El Señor está donde nosotros estamos, y allí donde estamos es la dirección en la que el Señor se está moviendo en estos días.
II. ÚNICAMENTE JESÚS ES EL AUTOR
Y PERFECCIONADOR DE LA FE
A. El Autor de la fe
Únicamente Jesús es el Autor y Perfeccionador de la fe. Como hemos visto, los santos del antiguo pacto fueron solamente testigos de la fe, pero Jesús es el Autor y Perfeccionador de la fe. La palabra griega traducida “Autor” puede también traducirse como “Originador”, “Inaugurador”, “Líder”, “Pionero” o “Precursor”. En 2:10 también se tradujo como Autor. Jesús es el Autor de la fe. Él es el Originador, el Inaugurador, el origen y la causa de la fe. El Autor es el Originador e Inaugurador; además, Él es también el origen y la causa. Ya que el Autor es el Originador, es también el Pionero y el Precursor. Por ende, Él es también el Líder y el Capitán. Cuando ponemos juntos todos estos títulos, obtenemos una definición adecuada de Jesús como el Autor de la fe.
Necesitamos a Jesús como el Autor de la fe porque en nuestro hombre natural no tenemos la capacidad de creer. No tenemos fe por nosotros mismos. La fe que tenemos y por medio de la cual somos salvos no es de nosotros, sino que es don de Dios (Ef. 2:8). Obtuvimos esta “fe preciosa” como un don de Dios (2 P. 1:1). Cuando ponemos los ojos en Jesús, Él como Espíritu vivificante (1 Co. 15:45) se infunde en nosotros, nos infunde Su elemento que hace creer. Luego, espontáneamente, cierta clase de fe surge en nuestro ser, y así tenemos la fe para creer en Él. Esta fe no proviene de nosotros, sino de Aquel que se imparte en nosotros como el elemento que cree, a fin de que Él crea por nosotros. Por consiguiente, Él mismo es nuestra fe. Vivimos por Él como nuestra fe; es decir, vivimos por Su fe (Gá. 2:20), y no por la nuestra.
Jesús es el Autor y Originador de la fe principalmente por la vida que llevó y por la senda que anduvo mientras estuvo en la tierra. El Señor Jesús dio origen a la fe cuando estuvo en la tierra. La vida que Él llevó fue una vida de fe, y la senda por la cual anduvo fue una senda de fe. Por medio de Su vida y la senda que anduvo, Él originó la fe. Por consiguiente, Él es el Autor de la fe.
Jesús, como el Pionero y el Precursor, abrió el camino de la fe. Si leemos nuevamente los cuatro evangelios, veremos que la vida que Él llevó, fue una vida que abrió el camino de la fe. Adondequiera que iba, parecía que no había montaña ni río que le estorbara. Paso a paso, Él abrió el camino de la fe. Si leemos los evangelios con esta visión, veremos que Jesús mismo, quien es el Originador de la fe, estaba siempre abriendo el camino de la fe, cerrando las brechas y allanando montañas como lo hacen los que construyen las autopistas. Ya que Él ha abierto el camino de la fe, Él es también el Pionero y el Precursor en este camino.
Jesús, como el Autor y el origen de la fe, también es el Líder, el Pionero y el Precursor de la fe. Él abrió el camino de la fe y, como Precursor, fue el primero que anduvo en él. Por lo tanto, puede llevarnos en Sus pisadas por el camino de la fe. Mientras ponemos los ojos en Él, el Originador de la fe en Su vida y en Su camino sobre la tierra, y el Perfeccionador de la fe en Su gloria y en el trono en los cielos, Él nos imparte y nos infunde la fe a la que dio origen y perfeccionó.
B. El Perfeccionador de la fe
Jesús es también el Perfeccionador de la fe. La palabra griega traducida “Perfeccionador” también puede traducirse “Consumador” o “Completador”. Jesús también es el Consumador, el Completador, de la fe. Si ponemos los ojos en Él continuamente, Él culminará y completará la fe que necesitamos para correr la carrera celestial.
Jesús es el Perfeccionador de la fe principalmente en Su gloria y Su trono celestial. Él está sentado en el trono en gloria para completar la fe que Él mismo originó cuando estuvo en la tierra. Ya que Él es el Consumador y Completador de la fe, Él culminará y completará lo que originó e inauguró.
III. LA TRANSFUSIÓN DE LA FE
A. Por naturaleza ninguno de nosotros
tiene la capacidad de creer
Ahora hablaremos de la transfusión de la fe. Como hemos visto, en nuestro hombre natural no tenemos la capacidad de creer. El elemento con el cual creemos no está presente en nuestro ser natural. En lugar de ello, tenemos la capacidad de no creer, es decir, tenemos incredulidad.
B. La fe por la cual somos salvos
no proviene de nosotros
La fe por la cual somos salvos no es de nosotros, sino que es don de Dios (Ef. 2:8). Efesios 2:8 nos dice claramente que la fe por la cual somos salvos no proviene de nosotros. La hemos recibido como un don de Dios. Dios es el origen y el dador de la fe, y nosotros somos los que reciben este don divino. Dios introdujo algo en nuestro ser que llegó a ser nuestra fe. En 2 Pedro 1:1 se nos dice que hemos recibido “una fe igualmente preciosa que la nuestra”. La fe es preciosa porque nos ha sido dada como un don de parte de Dios.
C. Cristo, el elemento que nos hace creer,
se imparte en nosotros
Cuando ponemos los ojos en Jesús, Él mismo se imparte en nosotros como el elemento que nos hace creer y llega a ser nuestra fe. Hemos visto que la fe, la capacidad para dar sustantividad a lo que no se ve, es como un sexto sentido. Este sentido nos fue añadido cuando escuchamos el evangelio. La manera correcta de predicar el evangelio no consiste sólo en enseñar, sino en impartir algo en las personas. Supongamos que yo deseo predicar el evangelio a algunos pecadores. Antes de hacerlo, necesito recibir algo del Señor que proviene de Él. Luego, mientras predico, lo que he recibido del Señor entrará en los oyentes; tal como la electricidad entra en las casas. Mientras comparto y las personas me miran y escuchan, en forma espontánea e inconsciente algo se imparte dentro de ellos. Aunque ellos pueden menear la cabeza sin aceptar mi predicación, en lo más profundo de su ser creen lo que les digo. Aunque algunos piensen que es una tontería creer, algo en su interior responderá a la palabra y los llevará al punto de decir: “Señor Jesús, gracias. Tú eres tan bueno. Señor, Tú eres mi Salvador”. Debido a que ocurrió una transfusión del elemento divino en su ser, ellos ahora pueden creer en el Señor. He sabido de muchas personas que eran obstinadas y en la reunión se negaban a confesar que habían creído en el Señor Jesús. Pero, después de que se iban a casa, no podían tener paz, debido a que algo en su interior las incomodaba. De manera que cuando se acercaba la hora de la siguiente reunión del evangelio, decían: “Quisiera ir nuevamente”. Este es el resultado de la transfusión de fe que recibían de Dios, por medio del predicador.
Todo aquel que predique el evangelio debe tener una personalidad cautivadora. Pero antes de poder cautivar a otros, él primero necesita ser cautivado. Tal vez lo que diga no parezca lógico, pero, al igual que se carga una batería, los oyentes serán cautivados. Por esta razón, la iglesia debe orar mucho cuando el evangelio va a ser predicado. Cuanto más oremos, más agradable y encantadora será la reunión. El hermano que predica debe orar hasta que algo del cielo lo cautive y esté completamente “cargado” del elemento divino. Así, cuando él esté de pie frente a los oyentes, sentirá que algo está siendo impartido en ellos. Algunos incluso han temido a esta clase de predicadores y les han dicho a otros: “No se atreva a mirarlo. Si lo hace, será atraído porque su personalidad es muy atrayente”. Así es el poder del evangelio. Otros predicadores pueden ser muy elocuentes e instruidos, pero no son encantadores. Puede ser que el verdadero predicador del evangelio no sea muy elocuente, pero, debido a que es tan encantador, la gente se siente atraída cuando le escucha. Así, esta clase de predicador infunde cierto elemento en las personas, que después nadie puede sacarlo de ellas. Este elemento que se infunde en ellas es la fe.
Este principio no solamente se aplica a la predicación del evangelio sino también a otras modalidades de ministerio. El ministerio no depende de nuestra elocuencia, sino más bien de las palabras que da el Espíritu. Éstas dos difieren la una de la otra. La elocuencia, al igual que la música, es agradable al oído. Las palabras que da el Espíritu, por el contrario, liberan el elemento divino. Si su ministerio es apropiado, usted será cautivado y cautivará a otros cada vez que ministre la palabra. El ministerio apropiado tiene absolutamente que ver con el hecho de tener una completa transfusión de Dios mismo. Primero nosotros mismos somos “cargados” con el elemento divino, y luego, al ministrar la palabra, irradiamos el elemento divino y lo infundimos en otros de una manera atractiva. Todo esto está relacionado con la gracia de Dios.
Como hemos visto, la gracia de Dios es simplemente Dios mismo, quien se imparte a nosotros para saciar nuestra necesidad. Los pecadores ciertamente necesitan tener fe, pero ¿cómo pueden obtenerla? Por naturaleza no creemos sino que somos incrédulos. Pero cuando los pecadores vienen a la iglesia y escuchan una predicación apropiada del evangelio, son “cargados” con Dios. La electricidad celestial, que es Dios mismo, es transmitida a ellos. Debido a que se les imparte a Dios de esta manera, descubren que tienen fe. Este es el don de la fe, cuyo elemento y naturaleza es Dios mismo.
Si hemos de tener fe, debemos poner nuestros ojos en Jesús, quien es el origen de la fe. Cuando quitamos la mirada de cualquier otro objeto y la ponemos en Él, Él nos irradia consigo mismo, y nos carga de Él. Como resultado, surgirá la fe espontáneamente en nosotros. La fe no se origina en nosotros, sino en Él. La fe es Cristo mismo, quien cree por nosotros de una manera muy subjetiva. Él mismo se imparte en nosotros y forja Su ser en el nuestro hasta que Su propia persona llega a ser el elemento que nos capacita para creer. Por consiguiente, no somos nosotros quienes creemos, sino Él quien cree por nosotros. De esta manera, Él nos hace personas que creen. Aparentemente, somos nosotros los que creemos, pero en realidad es Él quien cree por nosotros. Ésta es la verdadera fe.
Una vez que Cristo haya dado origen a esta fe en nosotros, nunca la dejará ir. Antes bien, la completará, culminará y perfeccionará. No piense que por su propia cuenta usted puede llegar a ser un gigante espiritual de la fe. No, nosotros no poseemos ni una pizca de fe. La fe que tenemos es simplemente Cristo mismo, quien cree en nosotros y por nosotros. Vivimos por Su fe; es decir, por Él como nuestra fe (Gá. 2:20).
El elemento de Cristo con el cual creemos es transmitido a nuestro ser por medio de la ley de vida. Cuanto más permitamos que la ley de vida opere en nuestro ser, más podremos creer. Si le damos a la ley de vida la oportunidad de operar continuamente en nuestra mente, parte emotiva y voluntad, se producirá una gran fe en nosotros. El libro de Hebreos se centra en la ley de vida, y la fe es las primicias del trabajo que lleva a cabo la ley de vida en nuestro ser.
Como hemos visto, el punto final y máximo de la manera en que estaban dispuestos los muebles del tabernáculo es la ley de vida tipificada por las tablas del testimonio. La ley es llamada el testimonio porque es la expresión y definición de lo que Dios es. Toda ley expresa a su legislador. Un buen hombre decreta buenas leyes, mientras que un mal hombre decreta malas leyes. La ley que una persona dicte refleja la clase de persona que es. Por consiguiente, la ley de Dios refleja a Dios mismo. Ya que Dios es un Dios de luz y amor, y ya que Él es justo y santo, Su ley es también una ley de luz y amor, y es justa y santa. Puesto que la ley refleja a Dios, ella es la expresión y testimonio de Dios. La ley es también una sombra de la ley de vida. La ley de vida que está dentro de nosotros hoy es, de hecho, el reflejo y expresión de Dios. Cuanto más opera en nuestro ser la ley de vida, más llevamos nosotros la imagen de Dios. Es de esta manera que llegamos a ser Su expresión y testimonio.
La forma en que estaban dispuestos los muebles del tabernáculo nos llevaba finalmente a la ley de vida, es decir, a la expresión y testimonio de Dios. Del mismo modo, las experiencias que tenemos de Cristo, las cuales comienzan en la cruz y se consuman en la ley de vida, resultan en el testimonio de Dios. El objetivo de la ley de vida es que se produzca la expresión de Dios. A medida que la ley de vida opera en nosotros para producir la expresión y testimonio de Dios, el primer fruto de dicha operación es la capacidad de creer. La persona que cree más fácilmente es aquella en la cual la ley de vida ha operado más. Tal persona tendrá la capacidad para creer en Dios hasta lo sumo sin el menor esfuerzo y sin la menor resistencia. La fe con la cual cree surge espontáneamente porque proviene de la ley de vida que opera en él.
La Biblia es coherente. Aunque en ella se encuentran muchas palabras, expresiones y términos, todos ellos reflejan una misma cosa. La ley de vida mencionada en Hebreos 8 da como resultado la capacidad de creer, que es la fe descrita en Hebreos 11. Aunque no podemos entender esto con tan sólo leer la Biblia, podemos saberlo por nuestra experiencia. Primero viene la experiencia y después la confirmación por medio de la revelación de la Biblia. Aparentemente, Hebreos 11 no tiene nada que ver con Hebreos 8, pero, según la experiencia de la vida, Hebreos 11 es el resultado de Hebreos 8, ya que la capacidad de creer proviene de la operación de la ley de la vida divina. Cuando la ley de la vida divina opera en nosotros, con el objetivo de hacernos el reflejo, la expresión y el testimonio de Dios, nos resulta fácil creer. Creemos espontáneamente. Aún más, nos es imposible no creer, porque la capacidad de creer ha sido forjada en nuestro ser. Ahora podemos entender por qué debemos quitar la mirada de cualquier otro objeto y debemos poner los ojos en Jesús, el Autor y Perfeccionador de nuestra fe. Cuando ponemos nuestros ojos en Él, le damos la oportunidad y la libertad de forjarse en nosotros. De esta manera la ley de vida puede operar en cada parte interna de nuestro ser hasta que seamos completamente saturados de Él. Cuanto más saturados seamos de Él más fácil creeremos. Es así como se obtiene la fe. Que todos pongamos los ojos en Jesús y así experimentemos la fe de una manera subjetiva.